Jeannette Ayinkamiye, 17 años, agricultora y costurera.
Colina de Kinyinya (Maranyundo). Víctima del Genocidio de Rwuanda. Abril, 1994.
Autor: Raymond Depardon. Tomada del libro La vida al desnudo: Voces de Ruanda.
Cuando
se van a cumplir 23 años del genocidio ruandés, os traigo este
libro sobre lo sucedido. Libro que relata la barbarie a través de
algunas voces supervivientes, sin más pretensión por parte de su
autor que la de escuchar a las víctimas para apaciguar su
desasosiego. Darles voz, para compensarles, al menos, con su
testimonio escrito, y que éste no caiga en el olvido.
Para
mí, por circunstancias personales, el genocidio de Rwanda siempre
tendrá un verso, una palabra desde mi corazón, a tal hecho
inhumano. Por otro lado, este libro es singular, muy recomendable su
lectura, para quienes se preguntan cuándo un hombre deja de serlo
para convertirse en matarife de su propia sangre. (Aunque esa
respuesta nadie sabe).
La
vida al desnudo: Voces de Ruanda
Autor:
Jean Hatzfeld
Ediciones
Turpial (2005)
Traducción
de María Teresa de los Ríos
Título
original:
Dans
le un de la vie.
Récits
des marais rwandais.
París,
2000
Fotografías
de Raymond Depardon
Introducción
Entre
las once de la mañana del lunes 11 de abril y las dos de la
tarde del sábado 14 de mayo de 1994, alrededor de
50.000 tutsis – de una población aproximada de 59.000 –
fueron masacrados a machetazos, todos los días de la semana de nueve
y media de la mañana a cuatro de la tarde, por milicianos y vecinos
hutus en las colinas del municipio de Nyamata, en Ruanda.
Unos
días antes, en la tarde del 6 de abril de 1994, el avión que
llevaba a Kigali al presidente de la República de Ruanda, Juvénal
Habbyarimana, hizo explosión cuando sobrevolaba el aeropuerto. El
atentado marcó el comienzo de las matanzas de población tutsi
que, planificadas desde hacía meses, se iniciaron al amanecer en las
calles de la capital y se extendieron por todo el país.
En
la aldea de Nyamata, en el paisaje de colinas y pantanos de la región
de Bugesera, las matanzas comenzaron en la calle mayor cuatro días
después. Oleadas de tutsis buscaron muy pronto refugio en las
iglesias o huyeron hacia los platanares, los pantanos y los bosques
de eucaliptos. Los días 14, 15 y 16 de abril fueron asesinadas cinco
mil personas en la iglesia de Nyamata – y otras tantas en la de
N`tarama, poblado situado a una veintena de kilómetros – por
milicianos, militares y la inmensa mayoría de los vecinos hutus.
Ambas masacres inauguraron el genocidio en esta comarca árida de
duro suelo arcilloso. Se prolongó hasta mediados de mayo. A lo largo
de un mes, milicias de asesinos disciplinados y sobrios que entonaban
canciones, armados con machetes, lanzas y mazas, acorralaron a los
fugitivos y los persiguieron hasta el bosque de eucaliptos de Kayumba
y los pantanos de papiro de Nyamwiza. Su diligencia les permitió
matar a cinco de cada seis tutsis, proporción semejante a la
registrada en el conjunto de aldeas ruandesas y muy superior a la de
las ciudades.
Durante
varios años los supervivientes de las colinas de Nyamata, al igual
que de otros lugares, han guardado un silencio tan enigmático
como el que guardaron los supervivientes de los campos de
concentración nazis tras su liberación. Para unos, explican, «la
vida se rompió», para
otros «se detuvo»,
otros piensan que «es
necesario reanudarla»; pero
todos admiten que entre ellos sólo hablan del genocidio.
Para
explicar un silencio tan largo decían también, por ejemplo, que «se
vieron empujados a la cuneta, como si estuvieran de más». O que
«desconfiaban de los seres humanos» y que estaban demasiado
desanimados, alejados, «derrumbados». Que se sintieron «incómodos»
o incluso «culpables» por haber ocupado el lugar de un conocido o
haber recuperado las costumbres de los vivos.
Un
genocidio no es una
guerra especialmente mortífera y cruel. Es
un proyecto de exterminio.
Al final de una guerra los supervivientes civiles sienten una intensa
necesidad de ofrecer su testimonio; al final de un genocidio, por el
contrario, los supervivientes aspiran extrañamente al silencio. Su
hermetismo resulta perturbador.
Llevará
mucho tiempo escribir la historia del genocidio ruandés. Pero el
objetivo del presente libro no es sumarse al cúmulo de
investigaciones, documentos o novelas – a veces excelentes – ya
publicados, sino únicamente dar a conocer estos asombrosos relatos
de supervivientes.
Un
genocidio es – resumiendo la definición de una de las
entrevistadas – una empresa inhumana imaginada por seres humanos,
demasiado enloquecida y demasiado metódica para resultar
comprensible. El relato de la huida a través de los pantanos de
Claudine, Odette, Jean-Baptiste, Christine y sus vecinos; la
narración, a menudo dura y magníficamente expresada, de sus
acampadas nocturnas, de su desgracia, humillación y posterior
apartamiento; sus reservas hacia los otros, sus obsesiones, sus
complicidades y el escrutinio de sus recuerdos; sus reflexiones de
supervivientes, pero también de campesinos africanos, nos acercan
cuanto es posible a esa comprensión.
JEAN
HATZFELD
AMANECER
EN NYAMATA .
(Fragmento).
Jeannette
Ayinkamiye, 17 años, agricultora y costurera, Colina de Kinyinya
(Maranyundo).
Nací
entre siete hermanos y dos hermanas. A papá lo tajaron el primer
día, pero nunca supimos dónde. A mis hermanos los mataron poco
después. Con mamá y mis hermanas pequeñas conseguimos huir hasta
los pantanos. Aguantamos un mes bajo los enramados del papiro, casi
sin ver ni oír nada del mundo.
Los
días los pasábamos echados en el barro rodeados de serpientes y
mosquitos, para protegernos de los ataques de los interahamwe.
Por la noche vagábamos
entre las casas abandonadas para buscar qué comer en las parcelas.
Comíamos lo que encontrábamos, así que había muchos casos de
diarrea; pero, por suerte, las enfermedades corrientes como la
malaria y las fiebres de las lluvias parecían respetarnos por una
vez. No sabíamos nada del exterior, salvo que los tutsis estaban
siendo masacrados en todos los municipios y que todos moriríamos en
poco tiempo.
Teníamos
la costumbre de escondernos en pequeños grupos. Un día los
interahamwe
descubrieron a mamá debajo de los papiros. Mamá se levantó y les
ofreció dinero para que la mataran de un solo machetazo. La
desnudaron para quitarle el dinero anudado a su pareo. Le cortaron
primero los brazos y luego las piernas. Mamá murmuraba: «Santa
Cecilia, Santa Cecilia», pero no suplicaba.
Este
pensamiento me entristece. Pero me pone igual de triste recordarlo en
voz alta que en voz silenciosa, por eso no me molesta contárselo a
usted.
Mis
dos hermanas pequeñas lo vieron todo porque estaban echadas al lado
de mamá; a ellas también las golpearon. A Vanessa la hirieron en
los tobillos, a Marie-Claire en la cabeza. Los matarifes no las
despedazaron. Quizá porque tenían prisa, quizá lo hicieron a
propósito, como con mamá. Yo sólo oí ruidos y gritos porque
estaba disimulada en un hoyo un poco más lejos. Cuando los
interahamwe
se fueron salí y le di agua a mamá.
Mamá
permaneció tendida durante tres días hasta que finalmente murió.
Al segundo día sólo podía susurrar: «Adiós, hijas» y pedir
agua, pero seguía sin conseguir marcharse. Veía que para ella todo
había acabado. Comprendía también que para ciertas personas que
estaban abandonadas de todo y para quienes el sufrimiento se
convertía en la última compañía, la muerte debeía de ser un
trabajo demasiado largo y muy inútil. Al tercer día ya no podía
tragar, sólo gemir en voz baja y mirar. Nunca cerró los ojos. Se
llamaba Agnès Nyirabuguzi. En kinya-ruanda, Nyirabuguzi significa
«la que es fecunda».
….......................
«A
menudo lamento el tiempo malgastado en pensar en este mal. Me digo
que el miedo nos roba el tiempo que la suerte nos ha reservado. Me
repito, bromeando conmigo misma: «Bueno, si todavía hay alguien que
quiera tajarme, que vaya a buscar su machete; después de todo no soy
más que una persona superviviente, así que matará a alguien que
debería estar muerto», y me divierto con esa fantasía.
Porque
si uno se entretiene mucho con el miedo al genocida, pierde la
esperanza. Pierde lo que ha conseguido salvar de la vida. Se arriesga
a contaminarse con otra locura. Cuando pienso en el genocidio, en
momentos de tranquilidad, reflexiono para saber dónde colocarlo
dentro de la existencia, pero no encuentro ningún ligar. Quiero
decir simplemente que no es humano».
Nyamata,
abril de 2000.
Gracias, lectores. 🙏 "Haya paz".
Merci beaucoup à tous!
Qué grande que sos !!!!!!! Mi admiración un beso
ResponderEliminarGracias, Mucha. Feliz día para ti.
EliminarUn abrazo!
Buenas tardes, Clarisa:
ResponderEliminarPor suerte para nosotros hay personas como tú: personas que nunca os convertís en personajes, ya que siempre mantenéis vuestra humanidad. Leerte, más allá de la admiración creativa que despiertas, conlleva un venir al encuentro de rasgos humanos que al ser tan escasos en estos tiempos de falsarios se han acabado convirtiendo en virtudes.
Eres una buena escritora y una gran persona, Clarisa.
Temo la violencia que cada vez define más nuestras relaciones sociales y personales. Siempre me he esforzado en alejarme de ella, tanto de sufrirla como de practicarla. Es más, durante bastantes años uno de mis grandes temores fue el acabar ejercitando una vida violenta, en respuesta a las agresiones que sufría. Pues siempre temí que su uso acabaría abocándome a subir y bajar por una espiral de violencia.
Ruanda, Bosnia, el terrorismo de ETA, la caza al diferente, los niños abusados… la violencia organizada y sistemática es una constante en todas las sociedades.
Si leer a Jean Hatzfeld nos ayuda a tener presente las monstruosidades que cometemos en sociedad, el leerte nos ayuda a recordar la capacidad para el bien que está en cada uno de nosotros.
Salud y suerte, Clarisa.
Estimado, Nino, tu comentario es para enmarcarlo... Palabras que bien podrían haber salido de una tertulia literaria, tomando café, en unos de esos tan bonitos que creo hay en tu ciudad.
EliminarSí, la violencia nos controla en todas partes del mundo. El genocidio de Ruanda fue otro como tantos y los que siguen ocurriendo ante la mirada impasible de esta sociedad globalizada, solo para lo económico. Porque cuando se trata de ayudar o compartir, no tiene agallas.
Me gustó el libro porque no es ficción, sino un relato de vidas que, nos pueden importar más o menos, pero a mí siempre me impresiona la capacidad de perdón y aceptación (al mismo tiempo) de aquellos que han sufrido injustamente.
La sociedad Rwandesa lucha por perdonar y convivir, al fin y al cabo, no le queda otra. Las secuelas dejó al país con miles de huérfanos y mutilados, también con muchos que se volvieron locos. Su gobierno (por cierto, uno de los más igualitarios entre hombres y mujeres en su parlamento), con los pocos recursos lo intenta. Mientras no sean juzgados todos los responsables (que una mayoría viven en Francia y que fueron ayudados por la iglesia, sí, la iglesia ayudó a escapar a los genocidas y se puso del lado de los asesinos, incluso dentro de sus iglesias, los obispos no impidieron nada, al contrario. Ahora han pedido perdón, pero ese perdón ¿vale algo?) Y por supuesto ahí estaba la ONU, sin hacer absolutamente nada.
Bueno, pero qué vamos a contar de estas barbaries ajenas, si en nuestro propio país, sin ir más lejos, aún no se ha hecho justicia con las víctimas que quedaron en las cunetas.
Me gusta escribir desde el lado claro de las cosas, expresar todo lo bueno que hay en la vida, pero hay días que es necesario mirar a la realidad cara a cara y no ignorarla.
Formamos parte de un cúmulo de cosas que van haciendo historia, contada o no, no importa, pero nuestra sociedad es ese resultado de imágenes.
Bien es cierto, que las respuestas, incluso de hallarlas, no consuelan.
Un cálido abrazo, Nino. Te estoy muy agradecida por tu asidua complicidad en este pequeño escaparate mí, donde voy contando según el día...
¡Cuánto dolor! Es terrible. Es así cómo se comparte, con palabras, no con esas imágenes rápidas de la televisión que más esconden que desvelan. Y luego, toda la política que realmente hubo detrás. Fue algo anunciado, potenciado, que se vio venir y nadie detuvo. Ahí está la cuestión, como siempre, desgraciadamente. Todo ese poder y esa barbarie, la de los que incitan, los que alientan, los que venden y reparten las armas, los que se quedan con las minas de diamantes, las tierras, el petróleo. Lo vemos hoy aquí, mañana allá, en otros territorios, esas manos largas que llegan del extranjero; nos estalla en la cara la hipocresía de los políticos e incluso de representantes religiosos.Duele pensar, de verdad que duele.
ResponderEliminarUn abrazo, Clarisa.
Gracias, Pilar. Tienes toda la razón, la violencia del hombre contra el hombre, contra el hombre no cesa ni disminuye. Ahora mismo está ocurriendo en muchas partes y se mira para otro lado. Me da mucha pena que, al final los que más sufren son los niños (en todas partes). Ahora mismo, hay tantos huérfanos vagando por el mundo expuestos a tantas maldades...
EliminarUn abrazo, Pilar. (A veces pienso, que sólo nos queda la palabra y como tal, no sé si sirve para algo)
Lamentablemente la cultura machista de estos pueblos, aún algunos tribales africanos, recae en sus afectaciones en la mujer. Este libro que traes a colación, me trae a la memoria, a la modelo somalí Waris Dirie, que ha sido designada por la ONU, para luchar contra la mutilación genital femenina.Hay una película sobre esta mujer, llamada La Flor del desierto. UN abrazo. Carlos
ResponderEliminarLa cultura machista, heredada del patriarcado, como bien dices, está en todas partes. No hay mucha diferencia entre unos países y otros, tristemente. Pero en Rwanda no fue el machismo el que aniquiló, sino la maldad de toda la vida, por ocupar escalones de poder, económicos y políticos. Vaya, la eterna quimera por aniquilar la democracia. El eterno fuego con el que los hombres queman en la noche, lo que tanto le costó al día salvar.
EliminarSiempre agradecida de que me leas, Carlos.
Feliz semana para ti. ¡Salud!