Un Pizarro en Praga
Detrás de la puerta un pequeño
de siete años miraba por el agujero de la cerradura. Se oían pasos
agitados, gente corriendo sobre las puntiagudas piedras recién
lloradas.
Un golpe fuerte aporreó la
madera. El niño se asustó y apartó su cara. Desde afuera, una voz
cruel llamó: «¡Manuel Pizarro!»
El padre, con los ojos
temblorosos, miró al niño y le dijo en voz baja: «Escóndete
en el pajar detrás de los burros. ¡Corre!»
Se abrió la puerta. Se oyó
un golpe seco y un: «¡atad
al rojo y ponedle la venda bien fuerte en los ojos! ¿Creías que
ibas a escaparte? !Tira!»
El ruido fue alejándose y la
calle silenció sus piedras. El niño salió del escondite, corrió
hacia la calle hambriento de respuestas. En medio de la calle quedó
solo. No había nadie en las ventanas, nadie a quién preguntar.
Todas las puertas cerradas.
Pasaron noches invernales y
noches de soledades pálidas sobre la calle sin voz. Pasó el tiempo
ojeroso arañando el dolor vivo sobre su piel. El niño cumplió
diecinueve años. Dejó de mirar a las piedras asustadas de la calle
y dejó de esperar a su padre. Dejó de llorar. Miró sus pies
desnudos que ya se hallaban en un camino extranjero...
Después de doce años
trabajando por un trozo de pan para el señor alcalde y dueño de
casi todos los olivares del pueblo, decidió cerrar la puerta de su
casa huérfana, para siempre. Le dio las gracias al delator por
haberle dejado ir al colegio algunas veces, por haberle regalado las
ropas usadas de uno de sus hijos durante aquellos años de
servidumbre. Pero aquel joven sabía con certeza, que el viejo
alcalde jamás redimiría la culpa de aquella noche delatora. Su
venganza sería irse lejos y no volver nunca a la patria sin memoria.
Una patria que no había tenido interés en contarle las verdades que
ocurrieron en las calles empedradas. Aquel año de 1948 se reabrieron
las fronteras franco-españolas. Esta noticia fue de vital
importancia para muchos jóvenes que quedaron huérfanos por la
guerra como mi abuelo Román Pizarro.
Por último se acercó a
despedirse del río Tajo y dijo adiós para siempre al puente de
Alcántara. Puente emblemático, aún manchado de sangre en las
comisuras de sus piedras, donde en el 36 los fusiladores se jactaban
del certero tiro en las cabezas. Desde allí tiraron a su padre y a
muchos otros desaparecidos. Pero todo había quedado oculto y mudo,
difuminado entre aromas de romero y jara bajo el sueño de Caesarina...
Muchos años después, mi
abuelo, nos contaba historias de la guerra de España, de la noche
que se llevaron a su padre para siempre, de las calles de piedras de
su niñez, mientras paseábamos por la plaza de la vieja ciudad de
Praga. Mi abuelo nos decía con tristeza que, aquella guerra civil
nunca se aprendió en las escuelas, y sin embargo, sentía un gran cariño por su tierra natal, estaba muy orgulloso de su origen español y de su apellido “Pizarro”.
Él
siempre llevaba en las manos un pequeño libro de poemas del poeta
Vladimir Holan. Le recitaba a las palomas con mimo, como si quisiera
que sus palabras volaran por encima de los tejados y bajaran a beber
en el río... “Dolor
y pena, recuerdos y añoranzas... ¿Quisieras ser de nuevo joven,
vivirlo todo de nuevo?".
Quizá porque se acordaba de otro río y de otra tierra de pizarras...
Una tarde de mayo, la mirada
de mi abuelo se fue con el río Moldava. Sus últimas palabras
fueron: “uno es de donde ha aprendido a vivir”, recordando
a su compatriota Max. Las palomas revoloteaban a su alrededor
alborotadas, o quizá le recitaban ¿quién sabe? La fina y suave
lluvia resbalaba en su cara, brillaba en las piedras del viejo puente...
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Clarisa Tomás Campa. © All Rights Reserved.
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