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viernes, 3 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN NAUFRAGIO


 "After the wreck" (Amanecer después del naufragio).
Pintura de William Turner (1775-1851). Paisajista inglés.


Memorias de un naufragio


   El mar arrojó mi cuerpo a la orilla. Toda yo, blanca como una luna de mayo, permanecí tendida sobre un tiempo muerto; fueron horas, días, o quizás un siglo desvelado de observar la espuma que levantan las olas.
   El sol estaba enfermo o escondido —supuse—, porque no sentí su calor ni el aroma que suele despertar en lo vivo, cuando él se planta. Las montañas eran nubes oscuras en líneas de horizontes amortajados. Y por encima de mí, ni una voz cálida, ni un vuelo de pájaro, ni un pétalo de rosa... Abrí los ojos. Volví a cerrarlos.

   Era el día de Navidad en aquel mundo de orilla urbanita, así me dijo una voz en un francés precario que yo entendí. Magullada y huesuda, sobre una camilla, “rompí aguas” de camino a algún hospital... No sabía de dónde venía ni dónde estaba.

   Entonces, en mi mente cansada, el llanto de un niño recién nacido, llora. Y yo busco a la madre y ella fue a buscar leche y alimentos... Un niño llora y nadie acude. Yo corro a su lado y lo tomo en mis brazos y quiero amamantarlo... Pasan las horas, mis pechos no tienen leche... La madre está buscando en las sombras, remece hojas secas, escarba en la tierra... Y el llanto del niño no cesa y en mis brazos el dolor se hace punzante...
   Comienzo a caminar sonámbula en la noche fría, voy detrás de los árboles que huyen. Me adentro con ellos en el vientre de la montaña, buscamos calor que no nos calcine. Me siento junto a ellos en el Hogar de los que no retornan al mágico camino de la risa. Estamos en silencio, ellos con sus copas cabizbajos; yo, con mis brazos caídos.

   Y de nuevo un llanto de niño recién nacido se cuela entre las rendijas tristes y creo que revivo. Algunas ramas revolotean como si quisieran alcanzar sus gorriones perdidos. Una estrella aparece en la ventana como una pirata legendaria y me guiña un ojo.
—¡Despierta! ¡Es una niña!— Oigo una voz agradable que resuena en mi oquedad, trae una esperanza y pan en un cestillo. A lo lejos, un perro chalanea con el aire, despiertan a las viejas ojeras de los mares.
¡Hemos nacido! —me digo incrédula—. De mi pecho brota leche. El llanto cesa.


Clarisa Tomás Campa. © All Rights Reserved.



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