"Aprender a vivir es
aprender a desprenderse".
Sogyal Rimpoché,
El libro tibetano de la vida
y la muerte.
Libro:
Las montañas de Buda
Autor:
Javier Moro
Páginas: 273
Ilustración: Javier Masero
Ed.
Círculo de Lectores, 1997 (Por cortesía de Ed. Seix Barral, 1997)
Libro
al que vuelvo de vez en cuando, cuando no quiero olvidar los males de
la “invasión”, con todas sus crueldades y que parecen eternos...
Las
montañas de Buda narra el periplo de Kinsom y Yandol, dos monjas
budistas de quince y diecinueve años condenadas a la terrible cárcel
de Gutsa por cantar en público consignas independentistas.
Su
historia es la historia de los juicios sin garantías y las torturas
escalofriantes; el drama que, tras cuatro décadas de represión,
sigue acechando a los miles de tibetanos que sueñan con la libertad
y no acatan la doctrina de la República Popular China.
Novela
que también es denuncia, en la que Javier Moro a través de esta
hermosa historia, va reconstruyendo la historia verídica y
silenciosa de dos jóvenes que mantienen encendida la llama de la fe
y la dignidad de un pueblo milenario.
CAPÍTULO
III
DÍAS
DE LUNA Y DE VIENTO
(Fragmento)
de libro: Las montañas de Buda.
(…)
« En 1993 había siete
millones y medio de chinos por seis millones de tibetanos. Una
invasión demográfica que resulta cada día más catastrófica para
el Tíbet. Hordas de chinos inmigran al país de las nieves siguiendo
las consignas de los jerifaltes del partido comunista. Para que
olviden los prejuicios de que el Tíbet es un desierto helado poblado
de salvajes se les ofrecen jugosos incentivos: tres y cuatro veces el
salario que ganan en China, créditos sin interés, alojamiento
garantizado, abundantes permisos y vacaciones y hasta una especie de
« subvención para
respirar», un incentivo
que compensa el hecho de que el Tíbet esté a cuatro mil metros de
altura. Bosques enteros son talados para construir asentamientos
chinos; bloques de cinco y seis pisos con luz y agua corriente surgen
en todas las ciudades desfigurando el paisaje. Los barrios tibetanos
disponen de electricidad sólo durante tres o cuatro horas, y eso a
condición de que haya barrios chinos en la proximidad. De no ser
así, no hay luz. Los inmigrantes se quedan con los negocios
tradicionales tibetanos, como los restaurantes, las sastrerías, la
construcción y las carpinterías. Así crece el número de mendigos.
Uno de los efectos perniciosos de todo este proceso es que los
tibetanos empiezan a dudar de su propia cultura, y en ocasiones hasta
se avergüenzan de ella.
Esta
invasión va acompañada de una política de genocidio sistemático.
Nadie escapa a la inhumanidad de las medidas de control de natalidad,
reforzadas desde un informe de la Academia de Ciencias Sociales de
Shanghai en 1989 aconsejó crear una fuerza especial de policía para
practicar abortos en mujeres pertenecientes a minorías nacionales
con una población de más de quinientas mil personas. Equipos
sanitarios recorren el país de las nieves para hacer cumplir la ley.
A esos equipos se les ofrecen incentivos económicos para realizar el
mayor número posible de esterilizaciones y abortos. Hay testigos de
escenas atroces en las que grupos de mujeres, incluso niñas de trece
y catorce años, son llevadas a la fuerza en camiones hacia una
clínica. En las zonas más apartadas, donde no hay hospitales,
equipos de médicos y enfermeras chinos circulan en jeeps,
seguidos por una camioneta que transporta el material. Parten en
viajes de tres o cuatro meses y van de pueblo en pueblo buscando
mujeres embarazadas de un tercer o cuarto hijo, a veces de un
segundo. Al final de cada viaje, llegan a asumir unos dos mil casos.
Los informes que denunciaban la realización de abortos forzados en
mujeres en gestación avanzada fueron confirmados cuando aparecieron
fetos de tres, cuatro y cinco meses en cubos de basura del hospital
de Chamdo. El proceso ha llegado aún más lejos, hasta el
aniquilamiento de recién nacidos de familias que ya cuentan con dos
hijos. La madre da a luz, oye el llanto de su bebé y, una vez
relajada y despierta, se entera de que su vástago ha muerto durante
el parto. Una doctora tibetana ha confirmado que bebés sanos, bien
formados, son sumergidos en cubos de agua y ahogados nada más nacer.
«Las madres pierden la
cabeza», agregó. Un
médico chino, entrevistado por un comité investigador de derechos
humanos, admitió que se vio forzado a matar a recién nacidos para
cumplir su cuota de abortos. De lo contrario, hubiera perdido el plus
económico fijado por tal actividad y se hubiera visto relegado
profesionalmente. Para los tibetanos, que viven intensamente su fe
budista, en la que acabar con cualquier tipo de vida constituye una
terrible transgresión, el efecto de las medidas de control de
natalidad es traumático y devastador.»
Un anciano cantaba:
...Nunca olvidaré el rostro de mis padres.
¡Oh, Joya de Sabiduría!
Mi país no lo han vendido, lo han robado...
🌸🌸🌸
Clarisa Tomás Campa. © All Rights Reserved.
Gracias, lectores. 🙏
Merci beaucoup à tous!