El pintor del mar
Hace unos años, en un viaje a
Varna, conocimos a un extraño que nos dejó honda huella. Recuerdo
la historia de Borysko, un excomandante del ejercito ruso de la época
en la que colapsó la Unión Soviética, y que había terminado
alcohólico y sin hogar. Vivía en la playa. Solía pintar el mar y
mientras lo hacía, susurraba el sentimiento que lo invadía. Algunos
se paraban a escuchar su soliloquio y mirar sus garabatos. Pero nadie
se quedaba mucho tiempo junto a aquel loco exiguo. Mi familia y yo,
sí nos quedamos.
Era nuestro último día de
vacaciones y fuimos a despedirnos del mar negro. Al ver a Borysko en
aquel trance frente al mar, nos sentamos sobre la arena a su lado y
lo escuchamos hasta el final de sus pinceladas.
Antes, en aquella mañana de julio, disfrutamos de una visita al Museo Arqueológico y
sus famosas reliquias tracias de seis mil años de antigüedad,
después almorzamos en el parque Primorski. Salido de una luz
marina, apareció el hombrecillo de pobre aspecto, abigarrado y con
barba de mil años. Cargado con sus bártulos se encaminó en
dirección al paseo marítimo. Fue nuestra pariente Katiusha, la que
reparó en su guerrera de combate desnutrida. En su pechera, sin
embargo, lucían un sin fin de medallas con estrellas doradas, rojas
y plateadas, que lo hacían brillar como un nacimiento de solecitos.
Recuerdo que Katiusha se emocionó como la voz de una antigua canción
de amor que sonaba...
En un rincón de la playa de
Varna, volvimos a verlo esa tarde. El viejo soldado pintaba olas. Le
hablaba al mar y blandía su pincel como un fusil que sabe de
victorias. En mi cuaderno de viaje plasmé
su voz gemidora, junto a un plumón que el viento trajo en un
revuelo...
“Soy un hombre
perdido. Perdido como un perro vagabundo sin calle donde dormir. Como
el diente de león en los páramos. Como el olvidado en el corazón
de Siberia... En tu orilla, ¡oh Negro!, mis manos se baten con las
olas y se hacen blancas.... Recogen miradas que cayeron al mar desde
su historia...
Algunos transeúntes me dejan en
el cestillo monedas para un trago; otros dejan panecillos que no
puedo roer; pero a veces, algún niño me deja una chocolatina
envuelta en sonrisas. Los niños me comprenden. Iluminan con su
chispeante dulzura mi diario amargo...
Soy un hombre solo. Solo como el
«yo» sin atisbo de Verbo. No tengo compañeros de patio. El tiempo
de jugar ya pasó...
Las olas saltan, me alcanzan de
lleno y entonces las prisiones se abren y yo escapo con el mar.
¡Pobre pintor!, —alguien
dirá—.
Pocos son los que compran mis dibujos. Pocos se llevan esta
impronta en lienzos. ¿Acaso importa? Yo siempre he pintado para el
ojo del mar...
Trazo la cara del mar en su
cárcel, en su arboleda de nubes, en su viento errático cargado de
muerte; y en su lengua rastreadora y en sus raíces sin nombres,
coloreo la herida. En los verdes olimpos y en las azules Ítacas de
los valles del mar, remezo el arcoíris que ayer cerró los ojos...
Deslizo el pincel, recojo otra
mirada perdida y, ahí queda el mar prolongado. Trazo instantes,
pinto melodías de suburbios trasnochados de tempo, que salta
enjabonado de espuma. Que apenas se deja acariciar...
Desde este ángulo, el mar y yo,
somos la misma esquina. Incontables manos que se dejan llevar por el
vaivén del empuje del vientre indómito. Un mismo estallido. La
misma explosión... El mismo abandono a lo que surja mientra la
gaviota picotea... Él y yo nos hacemos un hueco entre luces y
llamas, saciamos la bravura del oleaje con baños de purpurinas...
El mar habla continuamente. Lo
escucho a barlovento. Cuenta proezas, le dejo narrar... En sus
pergaminos coralinos guarda la sangre que derramé... Agradezco a
quien pasa y nada pregunta, porque ya no recuerdo el
origen de mis palabras solubles, y si hubo un lugar donde habité en
sus desfiles...
Vengo a esta playa como una
costumbre de mis pies, por la inercia de mis botas. Admiro el mar,
vuelco mi nave desolada en él. La que olvidé como una rosa en el
viento. La que dejé al albedrío de los naufragios.
Soy pinceladas demacradas de
aquellas guerras que me abandonaron. Mientras dibujo, hay peces con
suerte que escapan de las redes; un niño pasa corriendo detrás de
un globo; una paloma herida se duerme a mi lado. Un ala delta sobrevuela la ensenada, deja su ruido arácnido. Y una joven sirena cae
del cielo, se levanta de las arenas y se abraza a un joven sirenio
con melena de león y maleta de leopardo. Acecho al sol en su baño de horizontes... La vida anda ajena a los eclipses. Aplaudo
en mi interior la fuerza que no la derrumba. Porque yo una vez
también fui Fortaleza.
Mientras dibujo explosiones de
burbujas y sales, me sacio con abrazos que otros se prodigan. Me conformo
con la dolencia que tritura el día. Pero yo nunca fui éste que soy.
No. Yo, era...
Una vez fui otro. Sé que tenía
un verbo interior que sabía conjugarse sin herir el idioma. Yo era
más que un simple infinitivo, más que un nombre en decadencia. Y
podía nacer en besos, y crecía en mil sabores...
Ahora mis dudas pesan más que
mis años. Y mis años ya no recuerdan sus canciones...
Hoy es el día: ¡A tus órdenes, Negro!
Soñoliento estoy entre
turbulencias. He llegado al desquicio inenarrable. Es la hora, suelto mi mano. Ella dejará de dibujar... Cuando el día se aleje
a su trinchera, también yo me iré... Mi mano acaba de caer y a mi
alrededor, algunos ojos me admiran extrañados... ¡Oh Mar
inconquistable, alza tu mano y pinta!”.
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Clarisa Tomás Campa. © All Rights Reserved.
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Gracias, lectores. 🙏
Merci beaucoup à tous!
Para vuestro interés sobre la tierra de Bulgaria, dejo enlace sobre qué visitar de sus muchas maravillas: